Para cerrar esta serie de flores inspiradas en el Art Nouveau, quiero presentarte una que no viene de Japón. Esta flor vive mucho más cerca: en el balcón de mi casa.

La crossandra, que durante meses estuve llamando erróneamente kasandra, es una de las muchas plantas que mi esposo cultiva con dedicación. Cuando regresamos del viaje, nos recibieron exuberantemente florecidas, como si hubieran estado esperando que las mirara con nuevos ojos.

Lo que me atrajo de inmediato fue su forma tan particular. Las flores se agrupan en ramilletes que, en la especie que tenemos, crecen formando espigas. No son flores solitarias ni ordenadas. Son cúmulos densos, vibrantes, donde cada pétalo parece buscar su propio espacio sin seguir ninguna regla aparente.

Ahí estaba el desafío. Pintar esa aleatoriedad, ese desorden orgánico que es, en realidad, perfectamente equilibrado. No es fácil distinguir cada flor individual. Lo que se admira es el conjunto, la masa de color y textura que vibra como un todo. Capturar eso en el lienzo significaba respetar ese caos, no domesticarlo.

Me encantó enfrentarme a esa complejidad. A diferencia de las camelias y los sakura, donde la flor individual tiene protagonismo, aquí la belleza está en la multiplicidad. En esa acumulación generosa de pétalos que se abrazan y se superponen sin necesidad de simetría.

Esta pieza cierra la serie con una celebración de lo cercano. A veces no hace falta viajar lejos para encontrar inspiración. A veces basta con salir al balcón y mirar con atención lo que siempre estuvo ahí.


Crossandra
Sandra Carolina Crespo

Si esta obra resuena contigo, si te gustaría darle un lugar en tu espacio, puedes verla en mi tienda. Hay algo especial en tener cerca una flor que nació de la observación cotidiana.

Una de las razones por las que elegimos viajar a Japón en primavera fue precisamente esa: la temporada de los sakura. Los cerezos en flor son un símbolo profundo en la cultura japonesa, y la forma en que los podan allí transforma los jardines en algo verdaderamente icónico. Visitamos Ueno e Inokashira, y recuerdo caminar bajo esos árboles sintiendo que el tiempo se detenía.

Muchos artistas han pintado los sakura. Es comprensible. Son árboles hermosos, delicados, llenos de una suavidad que invita a la contemplación. Pero mientras caminaba entre ellos, lo que me atrapó no fue el árbol completo, sino la flor misma. Quería acercarme, observar lo que muchas veces se pierde en la distancia.

Porque la flor del cerezo no es simplemente blanca o rosa. Cuando la miras de cerca, descubres un gradiente sutil que va del centro hacia afuera: blancos que se mezclan con rosas pálidos, toques de lila, grises azulados que aparecen y desaparecen según la luz. Es una paleta silenciosa, casi susurrada.

Pero hay algo más. Las hojas que crecen junto a los racimos de flores tienen una particularidad que me enamoró. No son puramente verdes. Tienen un rojo profundo que en algunos puntos se transforma casi en morado. Ese contraste entre la suavidad de los pétalos y la intensidad de las hojas fue lo que finalmente me decidió a pintar esta obra.

Quería capturar esa tensión delicada. Ese momento en que lo sutil y lo vibrante conviven en la misma rama. Esa es la esencia de esta pieza: una invitación a detenerse, a mirar de cerca, a descubrir lo que solo se revela cuando prestamos atención.


Si esta obra te habla, si sientes curiosidad por verla más de cerca, puedes encontrarla en mi tienda. A veces una pintura guarda algo que solo tú puedes ver.

La primavera pasada tuve la fortuna de viajar a Japón. Fue mi primera vez en ese país que tanto había imaginado, y aunque solo pudimos quedarnos en Tokio, fue suficiente para enamorarme por completo.

Tokio es una ciudad de contrastes infinitos. Hay espacio para todos los intereses: arte, moda, gastronomía, historia. Como artista, sabía que los museos serían parte fundamental del viaje. Pero mi esposo es un apasionado de las plantas, así que decidimos equilibrar las galerías con algo igualmente importante: los parques y jardines. Haber viajado en primavera nos regaló algo inesperado: ver la ciudad florecida en todo su esplendor.

Los museos siempre son una fuente de inspiración. Me gusta observar cómo cada cultura se aproxima a la representación visual, cómo cuentan sus historias a través de la forma y el color. Pero al final, lo que siempre me termina moviendo más, lo que realmente me da ganas de pintar, es la naturaleza. Caminar entre jardines, perderme en los detalles de una flor, sentir la luz filtrada entre las hojas.

En esas caminatas descubrí las camelias japónicas. Son árboles enteros cubiertos de flores vibrantes, de un rojo carmesí tan saturado que parece irreal. Tomé cientos de fotografías. Quería capturar cada pétalo, cada sombra, cada matiz. Sabía que al volver a casa querría pintar algunas de ellas.

De regreso en mi estudio, comencé a pensar en cómo presentar esas flores. Quería que fueran el centro absoluto de la composición, sin distracciones. Investigué formas de simplificar fondos y estructuras, y me encontré revisitando el Art Nouveau. Ese movimiento es conocido por sus marcos orgánicos, sus motivos repetitivos que abrazan figuras humanas o paisajes. Me pregunté: ¿qué pasaría si invirtiera esa lógica? ¿Si en lugar de enmarcar personas, enmarcara las propias flores?

Así nació esta pieza. La primera de la colección. Una camelia roja en todo su esplendor, acompañada de un fondo verde, su complementario natural. Quería que el color vibrara, que la flor respirara sobre el lienzo, que el espectador pudiera sentir algo de lo que yo sentí en aquellos jardines de Tokio.


Si esta obra resuena contigo, si te gustaría tenerla cerca o simplemente conocerla un poco más, puedes verla en mi tienda. A veces una pintura encuentra su lugar, y me encantaría saber si este podría ser el tuyo.